Servicio de ASESORAMIENTO LITERARIO
Todo aquel que lo desee y/o necesite podrá consultarlo y al respecto se intentarán responder
interrogantes relativos a la lectura y estudio de obras de la literatura
internacional de todos los tiempos.
E-mail Asesor Literario: vermasvidrio@gmail.com
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Cocina de autor
SUGERENCIAS DEL CHEF
Entrada:
Alguna vez oí decir que las tres fuentes de la vida y
el conocimiento son los viajes, la experiencia, los libros y la imaginación. Y
digo tres porque no siempre hace falta moverse para viajar. Eso es la lectura,
de algún modo. Un viaje inmóvil. Sentados en una silla o acostados en la cama llegamos
a lugares a donde tal vez jamás hubiéramos podido arribar con un ticket. O
aprendemos minuciosamente los secretos de hombres y mujeres que vivieron las mil
vidas que nunca viviremos. Sin embargo, si nos sumergimos con audacia,
aventureros, se nos revelarán pistas, pero apenas como inminencia, indicios
sutiles del misterio por venir. Es cierto: también podría intentarse leer y
trotar, o andando en bicicleta, pero no hay pruebas fehacientes de que esto
sume en algo. Quien demuestre lo contrario tiene mi voto.
Plato del día: EXPOSICIÓN
DE LA POESÍA CHILENA
En esta suerte de antología
del poco mentado argentino de nombre Carlos Poblete (tan poco, que si lo
buscamos en google aparece como ex-futbolista), se recorren los nombres de la
poesía chilena desde su inicio hasta mediados del siglo XX. Allí se encuentran
aquellos que nombra el genial Roberto Bolaño en un chiste que dice así: “Los cuatro mejores poetas de chile son tres:
Alonso de Ercilla y Pablo de Rohka”. No es que Bolaño fuese malo en
matemáticas, importa saber que Ercilla fue un soldado español durante la
conquista, aunque luego fue tomado como precursor, al dar el puntapié inicial a
los versos en el andino país. Al fin, el chiste se comprende luego de leer a
Rokha y notar que no sería el mejor poeta ni de las islas Fidji, aunque esto es
incomprobable…
Volviendo al libro, todavía
encontraremos allí a Salvador Sanfuentes, pequeño hallazgo en materia de costumbrismo
colonial, con un toque de humor. También está Guillermo Matta, con su potente
Himno de Guerra de la América. De jugosa lectura son las rimas de Gabriela
Mistral, la renovación poética por parte del fundador del creacionismo, Vicente
Huidobro, los infaltables versos de Pablo Neruda, y -casi por error- unas
breves piezas del maestro Nicanor Parra, quien de un hondazo bajó a los poetas
del olimpo y creó para siempre la antipoesía.
Vale decir que allí donde el
buen Poblete no elige un buen poeta, suele ser acertada su breve nota biográfica sobre el
mismo. Y es precisamente en estas curiosas anotaciones donde encontraremos
perlas del comentarista literario que hace trizas, suavemente, al versificador
en cuestión.
Postre: DE REGRESO A
IXTLÁN
“No alcanza con
creer, tenés que creer.”
Don Juan
Aceptar la magia es permitir
que exista.
Con diálogos de gran
inmediatez y pureza que el mismísimo Hemingway hubiese admirado, don Juan para
el mundo y se concentra en no-hacer. Se trata de ver, no de mirar. Libros de
iniciación y culto en los años 70, los relatos del escritor y antropólogo
Carlos Castaneda reformulan la idea del trabajo de campo con un viraje
singular. Menos argonauta del Pacífico Sur y más cercano al irrealismo lógico
del budismo zen, don Juan, un indio yaqui del norte mexicano, habla también de
la vida práctica de todos los días. Pero viéndola no ya como un idiota social,
sino como “hombre de conocimiento”.
Según don Juan, no es el camino que sigamos lo que importa, sino que sea un
camino que tenga corazón.
En nuestra biblioteca
contamos con gran variedad de libros de Carlos Castaneda esperando al lector
intrépido que logre zafarse de las lecturas de moda que ensucian con su gráfica
de espectacular irrelevancia las mesas de las librerías de hoy.
Salud!
HEN
*
Anécdota para entendidos:
“El abogado bueno, el
abogado malo”
La primera vez que vi un libro de Roberto
Bolaño fue a finales de julio de 2003. Yo no sabía que Bolaño terminaba de
escribir la última página de su vida poco más de un mes antes, como no sabía
muchas otras cosas. Lo que ahora sí sé es que el libro que vi aquel día de invierno era Los detectives salvajes, y que
con el correr de las páginas terminó convirtiéndose en una de mis novelas
favoritas. Un nuevo amigo desconocido se me había presentado. Uno de esos que aparecen de pronto y para
siempre. O dos, dos abogados.
Pero mejor
empecemos por el principio.
Esa mañana no era una mañana cualquiera. Yo venía de trabajar durante
un par de años en Aeroparque, desempeñando diferentes oficios tales como
señalero de avión, tractorista, maletero, mecánico y hasta chapista en el
sector de mantenimiento. No era un trabajo del todo malo, pero ya estaba
cansado de la rutina. Y aunque sabía que iba a dejarlo por nada (o, en otras
palabras, para tener más tiempo para escribir), con algo de valentía e
inconciencia tomé la decisión.
Ese día de julio tomé el inhóspito tren hasta Once. Luego combiné algún
que otro subte y de algún modo llegué hasta “el ministerio de trabajo”. Luego
de firmar los papeles de renuncia, ya lo tenía planeado, partiría desde
Constitución junto con dos amigos a pasar algunos días del invierno en
Mardelplata.
La cuestión es que me encontraba en plena avenida Callao esperando a
que llegaran los dichosos abogados. En teoría, uno de ellos iba a
representarme. El otro representaría a la compañía. Uno bueno, otro malo. Eso
era todo. Y así esperaba, mirando a los transeúntes capitalinos ir y venir como
las hojas negras del poema de Pound, tratando de despejar en la trama de
rostros inexpresivos quiénes serían los leguleyos.
Al cabo de un rato, y por suerte para mí, llegaron. Los dos me
saludaron cordialmente y debo admitir que no supe reconocer cuál era el malo y
cuál el bueno hasta que ellos mismos se identificaron. Mi abogado, “el bueno”,
era un tipo gordo de unos treinta y pico, con barbita y lentes. El otro, “el
malo”, era rubio, estaba bien afeitado, y era algo más joven y más flaco. Ambos
vestían traje y aunque esto los asemejaba (junto con su compartida amabilidad)
eran claras las diferentes apariencias entre el hippie bolchevique, y el
eficiente pro-empresa.
Los trámites se
suceden y son largos, eso cualquiera lo sabe. Había colas y mesas por todas
partes y seguramente mencioné a Kafka. Y no me pregunten por qué (yo mismo no
puedo dilucidarlo), pero el hecho es que terminé poniéndome a hablar (de manera
bastante locuaz) con el abogado malo. Debía ser que estaba nervioso, o quizá
quería fanfarronear delante de todos acerca de mis extraños conocimientos
literarios, digo extraños para un maletero normal (aunque quién sabe). El punto
es que terminé recomendándole al abogado malo todo tipo de lecturas, mientras
mesas y colas y enredaderas transcurrían. Del abogado bueno sólo pude a atisbar
que pasó todo el rato conversando y riendo con otras personas. Como si aquel
lugar no fuera un ministerio sino un cumpleaños.
Sin detener mi catarata de consejos culturales llegué a la última mesa
hablándole al pobre abogado malo sobre Rodrigo Fresán.
Sí, yo debía estar alienado.
Pero en aquella última mesa iba a firmar mi libertad. Y fue apenas puse
el gancho, cuando el abogado bueno sacó un libro que había tenido escondido
todo el tiempo en su axila milenaria, como si bajo su oblongo brazo se forjaran
habitualmente las leyendas. Y sí, ya saben qué libro era. Muy bien, adivinaron.
Al abogado bueno jamás lo volví a ver.
Al otro, tampoco.
La historia podría terminar aquí pero tengo que saldar una última
deuda. Mientras mis amigos me esperaban en Constitución (la reciente y
justamente destruida estación de trenes de Constitución), a unos ratis
ignorantes y/o retrógrados que andaban de civiles, se les ocurrió revisarlos y
mandarlos a pasar una “agradable” noche al calabozo por letal posesión de un
poco de faso. No sé por qué fueron directo a ellos. Tal vez su aspecto. Pero
hay que decirlo, en esa celda uno leyó a Faulkner, mientras el otro devoraba
rápidamente un libro de relatos de Bukowski.
Un día después,
cuando por fin nos encontramos todos en Mardelplata, en el depto de una pareja
amiga, ellos me dijeron que yo los había traicionado. Y que cuando volviera por
Morón, la vagancia iba a estar con el cuchillo entre los dientes. Pero con el
viento invernal y las lloviznas, y las calles solitarias de Mardelplata,
pasaron los días y todo se calmó. Era reconfortante pensar que si tenían el
cuchillo en la boca, la banda al menos no podría morder. Y perro que ladra no
muerde. O algo así.
Para terminar esta
anécdota, comento que del viaje de regreso desde Mardelplata surgió el primer
relato que publiqué, gracias a un concurso literario. Pero eso ya es otro
cuento; tal vez Sensini. También surgió otra vida, después de aquel viaje. La
del desempleado, obviamente. Había perdido seguridad y recursos fijos, y eso en
Argentina, como en tantos otros rincones del mundo, suele ser un grave problema
a corto o largo plazo.
Pero… “la literatura es el
territorio del riesgo”, me diría Roberto Bolaño tiempo más tarde.
Y aunque todavía no lo supiera, yo iba directo a darle razón.
HEN